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Carta para un acordeonista

Crecí escuchando música. Mi mamá solía recordarme que yo me negaba a comer sin antes escuchar una interpretación de mi padre. Teníamos un piano en casa, muy cerca del comedor y solo recuerdo que me sentaba a su lado mientras él tocaba el rondó ‘Alla Turca’ de Mozart.

Ahora, cuando la escucho, siento nostalgia de esas noches musicales familiares. Crecí, mi padre añejó su música en mis recuerdos.  ‘Alla Turca’ es una suerte de himno de mi niñez. Su melodía activa las neuronas que me hacen recordar que soy hijo de un músico.


Mi padre es un genio. Al menos eso creo cada vez que lo veo mover sus manos sobre un teclado de piano, órgano o acordeón. ¿Qué le hace genial? Mi papá perdió parte de su dedo anular derecho cuando tenía unos 10 años y aún así mueve sus dedos para ejecutar con perfección su música.

Me pregunto si el accidente que hizo que perdiera su dedo fue la causa para que el amara los teclados. Escucho ‘Alla Turca’ y me siento inútil. Mis dedos no serían capaces de seguir la velocidad que requiere la interpretación, mi padre lo lograba y solo para que yo tomara la sopa.

Siempre hubo instrumentos musicales en casa, siempre sonaba una acordeón. Seguro con los años me molestó la música de mi padre, porque en algún momento somos ingratos con el pasado.

Hace unos meses Manuel, mi padre, me pidió ayuda para buscar en los sitios web especializados una nueva acordeón. Quiere una más pequeña porque sus brazos están cansados, pero su alma musical aún le exige música y quiere consentirla con un instrumento mediano.

Imagino que es difícil alejarse de los instrumentos musicales. En mi vida solo he tenido un bajo y lo tuve que vender porque mis dedos son lentos. Mi padre solo vende su acordeón para que siga sonando en otras manos, en unas que sean tan virtuosas como aquellas que yo recuerdo de mi niñez.

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Escrito por Unos Tres

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